Ángela Banzas
nos lleva de nuevo hasta su Galicia natal para ofrecernos una novela que cierro
con los sentimientos encontrados con los que cerré su primera publicación, El silencio de las olas.
Guillermo de
Foz, escritor maldito, fue condenado a muerte a principios del siglo XX por el
asesinato de una niña. Casi un siglo después, en el transcurso de las obras de
restauración en el Monasterio de Armenteira, aparece un cuaderno inédito del
ajusticiado que podría arrojar una nueva luz sobre aquel crimen atroz. Antía
Fontán, profesora de literatura en la Sorbona, viajará hasta Galicia para
estudiar el hallazgo, pero lo que encontrará allí no será solo la historia de
aquel autor maldito y la crónica de un crimen.
Si algo
caracteriza la prosa de Ángela Banzas es su exquisitez, con un vocabulario
rico y un estilo elaborado con el que se permite rozar un tono poético, muy
especialmente cuando de hablar de emociones se trata. Es la suya una
narrativa rica en imágenes y matices para invitar al lector a sumergirse en
los paisajes y escenarios descritos, envolviéndonos en bruma y lluvia y respirando
el verde del bosque. No cabe duda de que la ambientación es uno de los puntos
fuertes en los que se basa la escritura de una autora a la que no le tiembla el
pulso a la hora de enfrentarse a descripciones detalladas que obligan a
sacrificar el ritmo habitual de un thriller.
La autora abre
su tercera novela con un comienzo tan potente como atractivo con los
primeros compases de una trama que promete tensión. Alternando dos hilos
temporales y distintas voces narrativas entre las que predomina la primera
persona de Antía, demasiado pronto la trama comienza a virar hacia una
complejidad que se acerca a lo inverosímil y la tensión inicialmente prometida
zozobra en la poca credibilidad de la historia para finalizar desvelando
a un asesino en el que dudo que ningún lector hubiera pensado. Y no, no es que
en mis lecturas quiera adivinar el quién y el porqué, por supuesto que deseo
que me sorprendan, pero con el descubrimiento quiero exclamar ¡claro! Y no
quedarme con la sensación agridulce del conejo sacado de la chistera.